A lo largo del siglo XIX se fueron sucediendo inventores obsesionados en reproducir el movimiento animal y humano cada vez con más fidelidad para llegar finalmente al cinematógrafo de los hermanos Lumière, y al cine tal y como hoy lo conocemos. Una serie de aparatos de nombres imposibles superaban sucesivamente a sus antecesores, basados en el principio de persistencia retiniana. En 1829, Joseph Antoine Ferdinand Plateau defendía la permanencia de una imagen en el ojo durante una fracción de tiempo después de ser retirada, de forma que una sucesión de instantáneas representando una acción se perciben como una sola imagen en movimiento. Plateau demostró su teoría con la construcción del fenaquitiscopio, una placa circular sobre la que se disponen varios dibujos de un mismo objeto en posiciones ligeramente distintas. Cuando la placa se hace girar frente a un espejo, se crea una ilusión.
Un poco más tarde, en 1934, William George Horner crearía el zoótropo: un tambor circular con cortes, a través de los que el espectador ve girar los dibujos expuestos en tiras. A diferencia del fenaquisticopio, el zoótropo permitía ser contemplado por diversas personas al mismo tiempo. Se trataba de observar películas que hacían soñar y trasladaban a otras realidades, que es lo que han perseguido, casi dos siglos más tarde, los arquitectos de ‘Oh let!’ en el huerto del Parque Alcosa. Como si de plantas artificiales se tratase, decenas de zoótropos de iluminación solar brillan al caer la noche contando pequeñas historias que conviven con las propias historias del huerto, un espacio donde cada día se siembran hortalizas y otras se recogen, mientras sus hortelanos conviven y enseñan a sus nietos las artes de la tierra, giran molinillos de viento y se ven pasar los aviones.
Estas historias mínimas se han ensamblado en una auténtica cadena de producción con la participación de distintos actores de la ciudad. El tambor circular, indispensable para la construcción de un zoótropo ha salido de una fábrica de sueños, un laboratorio generador de formas llamado Fablab. El deseo de sus arquitectos es ver cómo se relacionan con el mundo los objetos que fabrican sus máquinas.
Para completar el artilugio se necesitaba un buen número de tiras animadas con pequeñas narraciones de abejas que viajan de flor en flor, de semillas que germinan, se secan y vuelven a brotar. Secuencias imaginadas y dibujadas, viñeta a viñeta, por pequeños artistas que desde sus aulas del CEIP Joaquín Benjumea Burín han hecho llegar la magia al huerto de su barrio.
Los ciclos de vida del huerto, sus atardeceres, la humedad, el crecimiento de las plantas, el sol, los sonidos del tráfico, los aviones… sirvieron de inspiración al músico David Cordero para componer unos paisajes sonoros por los que anda el espíritu de este lugar. Los espectadores de aquellos cines giratorios sintonizaban en sus transistores esta banda sonora en la radio del huerto y así disfrutaban al completo de las pequeñas películas.
El día del estreno la emisora transmitía en loop los paisajes sonoros llenando el huerto de grandes auriculares que iban de aquí para allá deteniéndose en las historias. Los visitantes acudían con expectación hacia los cilindros de luz en un festival de elementos sugerentes donde cada quien veía lo que quería ver y viajaba hacia donde le llevaba su imaginación.
Decenas de películas de pequeño formato giraban sin cesar en este cine mínimo bajo las estrellas, donde aquella tarde asistimos al nacimiento de una nueva forma de conocer realidades.
Fdo. Surnames